Por: Salvador E. Morales Pérez*
Desde luego, no es un capricho de Fidel Castro. Sólo la ignorancia, la estupidez o la mala fe pueden fabricar tamaño dislate. Por supuesto que Fidel Castro ocupa un papel relevante, señero, significativo, en todo este proceso desde sus comienzos. Ha tenido un exitoso desempeño político para sortear enormes dificultades, poderosos intereses y recursos, para llevar al proceso al grado en donde se encuentra.
Sin embargo, la explicación del por qué de la Revolución cubana es mucho más compleja. Tiene que ver, en lo más remoto con las condiciones que conforman la emergencia, maduración y perspectivas de este pueblo nuevo forjado en las entrañas del colonialismo. La inserción de Cuba en el mundo moderno que va germinando desde el siglo XVI es en condición de una entidad colonial. Tierra de saqueo y de exterminio de las poblaciones indígenas, de conquista violenta de recursos, de patrones alimentarios, de fuerza de trabajo, de sexo.
Por su privilegiada condición geográfica fue trampolín para otras conquistas y colonizaciones en pos de la ganancia fácil y las ambiciones territoriales, con el subsecuente despojo a los habitantes originales.
Cuba, en general, y La Habana en lo particular, se convirtieron en eje estratégico del imperio colonial hispano, teatro principal de rivalidades entre potencias europeas, vitales puntos de encuentro de servicio naviero mercantil. En esas condiciones subordinadas de la explotación colonial fue surgiendo un pueblo conformado de diversas etnias, razas y culturas. Mestizaje y transculturación fueron instrumentos de un proceso de neoculturación. Los criollos fueron comprendiendo en el tiempo cuanto les separaba en materia de intereses, de composición etno racial y cultura, cuanto los diferenciaba de los europeos ibéricos beneficiarios de la explotación colonial. De modo que los anticipos de la conciencia nacional y cultural se asomaron al compás de una perspectiva anticolonial.
Cuba no luchó por su emancipación a comienzos del siglo XIX, poderosos intereses esclavistas rechazaron la posibilidad. Esa misma oposición adoptaron los esclavistas estadounidenses que temían el contagio abolicionista, y la elite gobernante de Washington que ambicionaba apoderarse de la estratégica isla. Para el naciente pueblo cubano su desarrollo y papel en el planeta estuvo impulsado por el enfrentamiento al yugo hispano primero y al dominio estadounidense después. Porque después de bregar casi 30 años por la independencia desde 1868 a 1898, prácticamente en solitario, no se alcanzó a establecer una república absolutamente soberana como habían postulado Martí y el Partido Revolucionario Cubano que fundó y dirigió hasta su muerte. Al contrario se creó un ente republicano mediatizado por la Enmienda Platt, engendro jurídico elucubrado por el Departamento de Estado en Washington en los tiempos de un politiquero de mala entraña: Elihu Root. La monstruosidad jurídica angloamericana pegada a fuerzas a la Constitución cubana de 1901 daba al naciente imperialismo carta blanca para intervenir en Cuba a su arbitrio.
El pueblo cubano, no pudo disfrutar de los esfuerzos liberacionistas, ni trazar y emprender libremente su destino, y se vio enfrascado en otra dependencia y en nueva lucha para sacudirse tan vejatoria condición de semi protectorado de Estados Unidos. La injerencia y penetración imperialista cegó los proyectos de desarrollo diverso y perpetuó la condición de plantación azucarera. Economía sujeta a la monoproducción y monoexportación de azúcar de caña. Importador cautivo de productos elaborados por los industriales y granjeros de la potencia norteña. La completa realización del destino cubano, alimentado por el pensamiento independentista frustrado quedó frustrado por la fuerza de fuera con la complicidad de la oligarquía criolla y las casas importadoras. Un nuevo proyecto nacional bajo nuevos signos y nuevos elementos sociales en desarrollo fue surgiendo con extraordinario vigor. Los obreros y campesinos cubanos, la naciente intelectualidad universitaria, los veteranos de las guerras de liberación, una pequeña burguesía sofocada por los intereses foráneos, comenzó a insurgir. El antiimperialismo forjado por Martí alentó las luchas revolucionarias, antidictatoriales, nacionalistas.
Los proyectos convergían en sacudirse de la oprobiosa Enmienda Platt y de los dictados de Washington, emprender la diversificación económica, erradicar el latifundismo compartido por las compañías azucareras extranjeras y los oligarcas nativos, proscribir la discriminación racial y de género, eliminar desempleo, analfabetismo y pandemias. No era mucho pero chocaba con los intereses amarrados entre las élites estadounidense y cubana.
A esas causalidades crónicas, injertadas a lo profundo de la emergente nación cubana se sumaron condiciones más próximas que desembocarían en la creación de una situación potencialmente revolucionaria. La refuncionalización del capitalismo como sistema, en el cual Estados Unidos después de la segunda guerra mundial emergió como la potencia hegemónica decisiva, generó una serie de problemas de difícil solución. Una vez más, las esperanzas de desarrollo, democratización, tratos internacionales justos, planteados por los países latinoamericanos en las conferencias de San Francisco durante la creación de la ONU y en la de Chapultepec, México, fueron chasqueadas.
A la gran potencia angloamericana no le interesaban los sueños “desarrollistas” incubados al sur del Río Bravo. Su preocupación se orientaba a recuperar aquellos mercados descuidados durante la bestial conflagración que habían desatado los europeos. Reacondicionarlos a su beneficio, para que suministraran las materias primas necesarias a precio de baratillo y adquirieses la enorme masa de productos ampliada con la planta productiva excepcional surgida de la crisis de 1929 y la guerra. Particularmente, que fueran capaces de asimilar los grandes excedentes de guerra y bailar con ellos al son de la guerra fría incubada por los sectores más reaccionarios del sistema.
Por supuesto, las democracias representativas instaladas en los años cuarenta gracias a la atmósfera de la lucha antifascista, eran un verdadero estorbo para los planes de política exterior diseñados en las oficinas correspondientes del Departamento de Estado. Un clima antidemocrático y favorable a regímenes militares autoritarios fue impregnándose gradualmente a todo el hemisferio americano. Estados Unidos, el admirado país de los tiempos de Franklin Delano Roosevelt, apoyaba, prohijaba, protegía, a las viejas dictaduras que se anhelaba desaparecer y a las nuevas surgidas durante la post guerra. En lugar de favorecer el desarrollo económico, social y político lo obstaculizaba con imposiciones egoístas, complicidades venales, ceguera y sordera ante los atropellos a los derechos humanos en su más vasto sentido. Cuba no sería la excepción. En esas desequilibradas condiciones se llegó a la madrugada del 10 de marzo de 1952, cuando el ambicioso y corrupto general Fulgencio Batista dio un nuevo golpe de Estado para poner fin al orden constitucional y favorecer la puesta en marcha de los planes estadounidenses de la post guerra con respecto a la isla de Cuba en específico. El gobierno formalmente constituido de Carlos Prío Socarrás cayó sin pena ni gloria, como veremos en la próxima entrega.
*El autor es escritor y profesor universitario. Reside en México.