Metáforas del deseo
Por: Gerardo Castillo Javier
La poesía es el género literario más viejo. Y cuando el escritor tiene conciencia del oficio y trabaja teniendo como parámetro la evolución del género, entonces se vuelve un desafío a nuestra sensibilidad e inteligencia, pues el texto poético estará cargado de sutiles reminiscencias, será una caja de resonancia en la que vibrarán muchas voces; unas veces en coros polifónicos y otras, en un solidario murmullo, en un arrullo de riachuelo.
Con el paso de los años, la poesía de Félix Betances ha orquestado una relación directamente proporcional y creciente entre honestidad y complejidad. Y todo como resultado de que el poeta se acepta y ama las particularidades que le hacen un ser único e irrepetible.
Hay, en el mundo en que vivimos, una prevista tendencia a la repetición de patrones como si de un fractal se tratara. No siempre es posible percibirlo. Edipo no pudo. Así, la polaridad que nos asedia y se hace cotidiana también aparece en la poesía. De manera que, una lectura atenta permite poner en claro los asuntos de los que nos habla el poeta. Y más adelante la obligada y no menos deseable relectura contribuye a vislumbrar el tejido a partir del cual el texto va ganando su espacio; y el sentido, voyerista y exhibicionista sin remedio, va jugando con el tijerazo de su falda a lo « visto y no visto», al claro oscuro del significado.
La ausencia de ciertos signos de puntuación compromete, a veces, la integridad del mensaje pero no la del poema, que se torna oscuro y oculta su arcano saber, pero no su melodía. Hay en más de un poema, cuidadosas alusiones, colocadas de tal forma que provocan en el ladino lector una sonrisa. Por ejemplo, en la Pág. 14, un verso dice: «Vestirse de promesas siempre logra su cometido».
Con frecuencia, los versos no tienen sentido desde la lógica del discurso lingüístico. Así, el poema es un antipoema, pero no al estilo de Nicanor Parra, quien concibió una innovadora poética a partir de la negación de la poética neorromántica de Pablo Neruda. No. La antipoesía de Félix Betances es antipoesía porque, a diferencia de la poesía convencional, que es una desviación más o menos leve del uso convencional de la lengua, la de Betances es, en gran medida, una negación de la lengua y de su esencial intención comunicativa. Y es que el poeta sospecha de la capacidad de su instrumento de trabajo y acude a formas más sutiles e indirectas de comunicación, de construcción de un discurso, que ante la imposibilidad de no ser lingüístico, se vuelve casi infantil, por lo fragmentario, por lo sintagmático y oscuro de las construcciones. Me atrevo a asegurar que a Félix Betances le ha pasado por la cabeza ponerse a pintar.
Como se puede apreciar, como el niño, el poeta enuncia palabras que son oraciones o frases que son oraciones. Es decir, trata de decirlo todo en una palabra. Como cuando el niño dice: ¡Mamá! Y lo que quiere decir es: ¡Estoy feliz. Llegó mamá del trabajo! Los sustantivos, adjetivos o verbos se vuelven los núcleos de significación.
La fragmentación del discurso, el limitadísimo uso de la coma, la ruptura o el abandono de la estructura de la frase y la frecuente ausencia de nexos garantizan la consecución de un texto que, al carecer de esos aspectos, es una nueva cosa, algo que se deja auscultar a través de la lectura pero que no puede leerse. Miguel Aníbal Perdomo y Cándido Gerón han escrito textos semejantes, textos que, contrario a lo esperado, enmudecen, incomunican. Igual que ellos, Betances crea una nueva forma de significar, de representar. Una forma inédita de lo absurdo. Él lo explica así: «Por momentos se llenan las palabras de absurdas ramificaciones» (Pág. 67). En ellos se cumple la sentencia de Octavio Paz: (…) «el poema no aspira ya a decir sino a ser» (La llama doble, Pág. 11).
Los versos del poema no siempre hablan de lo mismo. Hay poemas que se erigen con versos que se dan la espalda y uno se siente convocado al caos e inducido al abordaje simultáneo de los sentidos posibles de la construcción.
Los versos inconclusos podrían ser una forma de representar la vida, pues toda vida queda trunca, incompleta, pues siempre hay planes pendientes, tareas y compromisos por cerrar.
A veces, el poema se construye desde la impersonalidad. El poeta juega a olvidar que sabemos que todo discurso, en última instancia, es una referencia al emisor.
El libro todo es un canto a eros, pero un canto camuflado, como el políglota ruiseñor que organiza su voz cantora: melodías, ritmos y matices, con préstamos de otras voces menos afortunadas. Pero Betances lleva el recurso más allá y como las aves que ponen sus huevos en nidos ajenos, el poeta usurpa el sentido de ciertas palabras para que digan, no lo que suelen decir, si no lo que él hace que ellas digan. Así lo confiesa cuando dice: «Las palabras de amor bullen de alegría en recipientes de otras palabras» (Pág. 50). De modo que, más allá de la metáfora y de las consabidas imágenes que suelen usar los poetas, Betances se permite una licencia más: adultera el significado de las palabras. Esto, desde mi punto de vista, convierte el poema en un anti texto, pues duplica la natural tangencialidad del poema y lo vuelve un objeto de palabras, pero que «el no iniciado» no puede leer como un texto.
Negación del lenguaje desde el lenguaje. Puesta en escena de la pérdida que sufre la lengua por el abuso. Las palabras sobran o son superadas por la manifiesta imposibilidad de decir lo que dice una mirada y el huracán del que ella es ojo. Ya lo profetizó el poeta en el poema «Ceguera», de su libro Ceguera del instante (2004): «Decimos tanto, que las palabras/ ̶ Sorda ceguera del instante ̶ /terminan negándonos» Pág. 38).
El arte, que tiene como objeto llegar a nuestras emociones a través de los sentidos, con frecuencia viene cargado con profundas reflexiones. En la Eneida, Virgilio canta: «Desgracias de hoy, mañana son memorias/ que despiertan secretas simpatías». El extraordinario Fernando Pessoa escribe: «¡Sursum corda! ¡Arriba los corazones! Toda la Materia es/ Espíritu, porque Materia y Espíritu no son más que nombres confusos/ dados a la gran sombra que embebe lo exterior en sueños/ y funde en Noche y Misterio al Universo Excesivo!». En Hojas de hierba, Walt Whitman reza: «Tu también me interrogas y yo te escucho,/ contesto que no puedo contestar, tú mismo debes/ encontrar la respuesta». Rabindranath Tagore, en Pájaros perdidos, nos dice: «El que lleva su farol a la espalda, no echa delante más que su sombra». Don Manuel del Cabral, en Huéspedes secretos, nos enseña a mirar a los espíritus que nos circundan, en Metáforas del deseo Félix Betances nos ofrece sus reflexiones sobre las formas del amor.
La lectura nos deja en claro que el amor es una alteración de todo, y que reducirlo al encuentro carnal es una trampa. La madurez advierte de lo intrascendente de la concupiscencia. Lucha entre instinto y razón que equilibra al sujeto. El deseo es engañoso animal, mirada que miente, sed, jaguar, fruto, remolino, jauría, la bestia de lo primario. La irracionalidad del amor carnal, de las pasiones, pone en peligro al ser humano. Así, el poeta reflexiona la sexualidad bajo la aureola de la culpa, de la autocensura. Sin embargo, admite la fuerza de lo irracional como vínculo con el otro y vía de confirmación del valor personal. Poco a poco, Betances nos va mostrando la grandeza del amor a partir de sus contradicciones. Hedonista y estoico: rinde culto a la juventud y como Calderón de la Barca se lamenta de la brevedad de la vida. Y finalmente nos lleva a su principio básico: El amor debe estar subordinado a la razón. Hay abundantes reminiscencias de los planteamientos de la filosofía estoica en todo el libro, pues como esta, el poeta enfatiza la necesidad de ser equilibrados, de madurar, de colocar la razón por encima de las pasiones.
El amor es un exceso y la única forma de comunicarlo es representándolo con otro exceso. Y en el caso del poema, llevando las posibilidades comunicativas al límite de desnaturalizar la lengua y hacer que represente, que signifique de una manera nueva y absurda. El acto irracional de amar tiene su equivalente en el poema: lengua fragmentada y oscura y sin embargo, común a quienes se han creído especiales ante el común y cotidiano acto de amar.
En este poemario, el amor aparece como fuerza de cohesión y de transformación, es el camino a la trascendencia. Sin embargo, el libro también nos habla desde la culpa. En definitiva, creo encontrar en la lectura de su caos, la travesía de Dante. El poeta admite sus transgresiones y entiende que solo a través del castigo del cuerpo con la abstinencia se puede alcanzar la redención.
En el otro extremo emerge el amor por la familia, el amor por la madre. Betances dedica el poemario a su amada madre, una mujer tierna y cálida que ya no está entre nosotros. Y como todos, el poeta reflexiona su propia esencia, el sentido de su discurrir ante la dolorosa ausencia de un ser, que como la madre, es el punto de partida y de llegada de nuestras vidas.
Insisto: El libro se desarrolla a partir de la tesis que afirma, mediante la oposición amor-deseo, espíritu-carne, que el amor es la única vía para alcanzar la trascendencia. Y aunque el poeta subraya que canta metáforas del deseo, hay en el desarrollo de este proyecto, la ingeniosa construcción de un discurso, de un mensaje opuesto al que inicialmente se anuncia. Así, Félix Betances De La Nuez diseña con paciencia de joyero, una metáfora a partir de la que nos recuerda que la realización del amor y el desarrollo del espíritu son las metas verdaderas que habremos de alcanzar.
El poema como testimonio, como el nombre que se graba en un árbol, en una roca o en la pared de una cárcel. El poema es la única garantía de la memoria ante lo inminente de la desaparición física y sin embargo, el gesto que procura ser «ancla del recuerdo ante la fiereza de la noche que se aproxima» es tan oscuro como la misma noche. Y trunca, probablemente a sabiendas, la posibilidad de concretar su anhelo de permanencia de la memoria. Sin embargo, el gesto grandilocuente del poema podría tener dos salidas. Es posible que la intención sea preservar lo nominal: un nombre y dos fechas separadas por un guión. Esa sería una posibilidad. La segunda sería la negación de la primera. Es decir, que al poeta le preocupe el efecto de la transitoriedad de la vida y el poema sea su intento de fijar los instantes y salvarlos del olvido. En ese caso, estaríamos bajo el absurdo kafkiano, pues lo que el poema retiene, lo que el poeta procura fijar en el tiempo a través del poema solo lo sabe él. Y su destino, como el de todos, es inexorable.
Hay premeditación en los poemas de Félix Betances, pero no hay ingenuidad ni inocencia. Hay, sin embargo, alevosía en la temática y en la estructuración. Como señalé antes, los poemas parecieran ser cosas, objetos construidos con palabras, pues los versos se estructuran negando la sintaxis habitual de la lengua y los signos de puntuación suelen cortar el verso cuando empieza a decir algo, cuando apenas nace una música. Mas una lectura pausada desvela el mecanismo sobre el que gira el poema. Al principio y durante el desarrollo el poema es caótico, absurdo. Hay un cuidadoso y trabajado juego de insinuaciones que el lector debe captar. El juego de sentidos y posibilidades apenas inicia con el cierre del poema, pues, para finalizar cada texto, Félix Betances abandona la estrategia inicial y finaliza con una reflexión que deslumbra por sus inesperadas implicaciones filosóficas. Por supuesto, no ocurre así en todos los poemas. A veces, como Amable Mejía, el poeta insiste en «dejar a oscuras un rincón».
Gerardo Castillo Javier
