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Luis Pie

Por Gerardo Castillo Javier
Recuerdo con sorprendente diafanidad que cuando era un niño me obligaban a obedecer o a comer diciéndome «Ahí viene el haitiano, ahí viene el cuco». En consecuencia, mis hermanos y yo crecimos mirando con temor a la gente de piel más oscura que la nuestra.

Conscientes de su papel, de sus prejuicios y de sus culpas cierta tarde mis padres invitaron a un amigo haitiano a comer con la familia. Ese día, durante el que nada fue casual, conocí las habichuelas negras. Mis hermanos y yo mirábamos con sospecha esa obstinada oscuridad sobre el arroz pero mi hermana, como toda mujer, avanzó confiada sobre lo desconocido, mientras mi padre se ocupaba en argumentar sobre las virtudes superiores de las habichuelas negras. Ignoro si mi padre se había leído algún manual de psicología social, puesto que nos trabajó muy bien el prejuicio ofreciendo información confiable y asociando las bondades de las habichuelas negras a la presencia innominada del invitado de la familia. Allí inició un cambio de actitud

 Quienes han negado el planteamiento de Horacio, según el cual la literatura es «dulce y útil», son quienes más beneficios han obtenido de la literatura. En el prólogo a su libro de cuentos El informe de Brodie, Borges afirma que no aspira a ser Esopo. Y agrega: «Mis cuentos, como los de Las mil y una Noches, quieren distraer o conmover y no persuadir». Borges no ignoró que distraer y conmover no son ajenos al proceso que agota la persuasión. Borges, quien con frecuencia habló con desdén, o lo que tal vez es lo mismo, con actitud de renuncia respecto a lo que en realidad pretendía, trató de restarle importancia a la idea de que la literatura puede influir en la gente, de que puede ser, en mayor o menor medida, útil.

 Juan Bosch, quien probablemente tampoco pretendió ser Esopo, procuró sin embargo sensibilizar a través de sus cuentos para que el mundo fuese menos injusto y más habitable. Se negó con firmeza al juego de quienes ven en la literatura un fin. Se negó al arte por el arte. Y ajeno a los cambios que impone la moda cultivó la narrativa con el propósito de dar a conocer la vida de los humildes, de los pobres, con la esperanza, o más bien, con la fe de que la vida de éstos cambiaría.

 El cuento «Luis Pie» es un ejemplo memorable. El escritor da cuenta de ciertos episodios de la vida de este hombre entregado a la familia y al trabajo. Narra su travesía desde Haití hasta llegar a los grandes campos de caña, en la región Este de República Dominicana, donde procurará establecerse. Trae consigo la pobreza, los hijos y la memoria de la esposa, muerta en la flor de la juventud. Trae, además, el fardo de su cultura, que le hace ver en cada elemento de la naturaleza un hermano y que le permite, parejamente, cierta forma de ceguera: atribuirle a sus enemigos poderes sobrenaturales.

 ¿Qué ocurre con Luis Pie? El autor -el azar- va imponiendo las circunstancias y coloca al lector ante una de las más terribles y paradójicas dualidades. Primero, aparece como culpable un hombre inocente quien, en el fragor de la confusión y del drama que crece a su alrededor acepta su papel sin saber lo que ocurre. Chivo expiatorio, animal conducido hacia el altar para el sacrificio propiciatorio:

 Pegado a la tierra, con sus ojos desorbitados por el pavor, veía crecer el fuego cuando le pareció oír tropel de caballos, voces de mando y tiros. Rápidamente levantó la cabeza. La esperanza le embriagó. (…) Inmediatamente aparecieron diez o doce, muchos de ellos a pie y la mayoría armada de mochas. Todos gritaban insultos y se lanzaban sobre Luis Pie. -¡Hay que matarlo ahí mismo, y que se achicharre con la candela ese maldito haitiano! –se oyó vociferar. Puesto de rodillas, Luis Pie, que apenas entendía el idioma, rogaba enternecido: -Ah, dominiquén bon, salva a mué, salva a mué pa llevá manyé a mon petit! Una mocha cayó de plano en su cabeza, y el acero resonó largamente. (…) ¡Canalla, bandolero: confiesa que prendiste candela! –Uí, uí, afirmaba el haitiano. (…).

 Se cierra un nudo corredizo en el cuello de Luis Pie. El relato parece alcanzar su punto más álgido. Pero no. Aún al lector le aguarda otro elemento del drama:

 El mayor de los niños, que tendría seis años y presenciaba la escena llorando amargamente, dijo entre llanto, sin mover un músculo, hablando bien alto: -Sí,per, yo ta bien; to nosotro ta bien, mon per! Y se quedó inmóvil, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Luis Pie, asombrado de que sus hijos no se hallaran bajo el poder de las tenebrosas fuerzas que le perseguían no pudo contener sus palabras. -¡Oh Bonyé, tu sé gran! –clamó volviendo al cielo una honda mirada de gratitud. (…) iba caminando como un borracho, mirando hacia el cielo y hasta ligeramente sonreído.

¿Qué nos duele más, la ruina definitiva de esta familia, la orfandad futura o la desproporcionada ingenuidad de este hombre elemental?

 Por otra parte (segundo), entra al relato de forma casi tangencial el clásico culpable, quien llegado el momento, toma la iniciativa contra el supuesto culpable:

 Don Valentín acababa de pasar por aquella trocha en su estrepitoso Ford; y como iba muy alegre, pensando en la fiesta de esa noche, no tomó en cuenta, cuando encendió el tabaco, que el auto pasaba junto al cañaveral. Golpeando en la espalda al chofer, don Valentín dijo: -Esa Lucía es una sin vergüenza, sí señor, ¡pero qué hembra! Y en ese momento lanzó el fósforo, que cayó encendido entre las cañas. (…).

 Y justo cuando los golpes «justicieros» caían sobre Luis Pie:

 ¡No, no! – ordenaba alguien que corría- ¡Denle golpes, pero no lo maten! El que así gritaba era don Valentín Quintero, y él fue el primero en dar el ejemplo. Le pegó al haitiano en la nariz haciendo saltar la sangre.

 El drama es conmovedor. Pero ¿Cómo logra impresionarnos tan profundamente un argumento conocido? Por la eficacia de la estrategia narrativa.

 Juan Bosch coloca al lector ante un hombre indefenso, simple, inocente y víctima, no del culpable, si no de las circunstancias, lo que es más doloroso aún. Su preocupación: los hijos; su temor: el poder de encantamiento de los enemigos que dejó en Haití; su fe y su confianza: los dominicanos buenos y Dios. Desde el principio el narrador va esbozando la víctima, y cuando el culpable del incendio le aplasta la nariz a Luis Pie con un puñetazo y la sangre salpica la página, crece bruscamente el incendio de la indignación en las venas del lector. La rabia va creciendo, va subiendo como los compases más violentos de cierta sinfonía. No existe un único Jesús ni un único vía crucis. Tampoco, y por supuesto, un único gólgota. Ante la mirra de que sus muchachos están bien, Luis Pie, con la mirada ausente y amenazando con sonreír, avanza. ¿Acaso sabe hacia dónde? ¿Acaso importa? El último compás se prolonga en el corazón herido del lector. Se inicia en éste un profundo proceso de reflexión, y se modificará, probablemente, la percepción que se tiene del haitiano.

 Pero ocurre más. El lector dominicano, a quien va dirigido el cuento, siente la carga, el peso de los prejuicios heredados, aprendidos en la escuela, en la casa y en el barrio. Infiere que hay en su percepción de lo haitiano importantes distorciones que le impiden valorar esa realidad de forma objetiva.

 Ese proceso auto crítico, que puede prolongarse a través de breves segundos o de fatigosas páginas que anuncien alguna forma del ocaso, pone en crisis uno de los elementos básicos de la identidad del dominicano. Y es que, como otros, el pueblo dominicano se ha concebido, se ha definido en gran medida a partir de la negación de lo haitiano.

 Cabe preguntarse en este punto ¿Cuál es la relación entre el proceso histórico y el desarrollo de la identidad nacional? Como lo explica la Dra. Josefina Záiter, «para comprender cómo se asume la identidad nacional es necesario aproximarse a lo histórico, lo cual revela las causas que han condicionado el que esta se manifieste en un sentido determinado». (Záiter,J. Identidad social y nacional en Dominicana: un análisis psico-social. Santo Domingo. Editira Taller.1996.p.64) Juan Bosch tenía un profundo conocimiento de nuestra historia, sabía cómo se fue diseñando el rechazo entre dominicanos y haitianos, y sabía muy bien que el mayor pecado de los haitianos es su extrema pobreza

 En su «Nueva refutación del tiempo» Jorge Luis Borges atribuye a Bernard Shaw las siguientes palabras: «No te dejes abrumar por la horrenda suma de los padecimientos humanos; la tal suma no existe. Ni la pobreza ni el dolor son acumulables». Jesús, no menos importante y controversial, y quien en su momento fuese un rebelde ante los ojos de los conservadores, aunque hoy es el ícono de éstos, también dijo: «A los pobres siempre los tendrán con ustedes». Juan Bosch, me atrevo a decir, replicaría a Bernard Shaw diciéndole que: la pobreza es una palabra, a mí me interesan los pobres, las personas.

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