POR: JUAN PABLO BOURDIERD – Comunicador. Reside en Santiago Rodríguez.
La política dominicana recientemente experimentó un cambio significativo con la llegada al poder de Luis Abinader, marcando no solo un cambio de guardia, sino también el resultado de una profunda falta de unidad y comprensión en las filas del hasta entonces dominante Partido de la Liberación Dominicana (PLD). Este artículo explora cómo las diferencias no reconciliadas dentro del PLD y la falta de solidaridad entre sus líderes más prominentes contribuyeron a su caída y la ascensión del Partido Revolucionario Moderno – (PRM).
Durante décadas, el PLD se mantuvo en el poder gracias a una combinación de liderazgo fuerte, cohesión interna y un claro sentido de dirección. Sin embargo, esta imagen de unidad comenzó a desmoronarse internamente mucho antes de que el público percibiera las primeras grietas. Los conflictos, que en un tiempo fueron debates internos saludables, se transformaron en luchas de poder que consumieron al partido.
El desenlace de esta tragedia política se manifestó claramente en las elecciones de 2020. Los anteriores presidentes, Leonel Fernández y Danilo Medina, quienes en algún momento fueron camaradas cercanos en la dirección del país y del partido, eventualmente siguieron caminos que reflejaron más una rivalidad que una alianza. A pesar de sus años de servicio y de los logros alcanzados bajo sus administraciones, la relación entre Fernández y Medina se fue deteriorando, alimentando una división que eventualmente se hizo insostenible.
En las elecciones primarias del PLD en 2019, se evidenció la ruptura definitiva. La candidatura de Gonzalo Castillo, respaldada por Medina, sobre la aspiración de Fernández, no solo dividió al partido, sino que también mostró la preferencia de Medina por una nueva dirección, dejando a Fernández sin otra opción que formar un nuevo partido, la Fuerza del Pueblo – (FP). Este acto no solo fragmentó al PLD, sino que también dispersó su base de apoyo.
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El resultado fue que el PLD, un partido que parecía invencible, enfrentó a un PRM unificado y listo para capitalizar los errores y las fracturas de sus adversarios. La elección de Abinader no fue solo un rechazo a Castillo, sino también un rechazo a la turbulencia y los conflictos internos del PLD que se habían vuelto demasiado evidentes.
La falta de comprensión y solidaridad, la incapacidad de adaptarse a las demandas de una base más exigente y crítica, y la elección de ignorar las advertencias históricas sobre la división, como aquella atribuida al mexicano, Porfirio Díaz de que «el poder no se entrega, se arrebata», fueron todas lecciones que el PLD ignoró a su propio riesgo.
Hoy, mientras Abinader disfruta de su mandato, y el PLD reflexiona sobre sus pérdidas, la pregunta sigue en el aire: ¿Podrá el PLD reorganizarse y recuperar la confianza del pueblo dominicano? O ¿seguirá el PRM el mismo camino, eventualmente enfrentando su propia crisis de liderazgo?
Los políticos y los partidos deben aprender que el poder es un préstamo del pueblo, y que la falta de unidad y comprensión interna no solo es una receta para la derrota electoral, sino también para el olvido político. En un mundo ideal, estos episodios servirían como lecciones duraderas sobre la importancia de la cohesión y la visión compartida en la política. Pero solo el tiempo dirá si estas lecciones han sido verdaderamente aprendidas.
La percepción de omnipotencia que ostentaba el Lic. Danilo Medina comenzó a desvanecerse ante los ojos de sus propios partidarios. En las calles, los murmullos de descontento crecían en intensidad, convirtiéndose en clamores que resonaban en cada rincón de la República Dominicana. Los miembros del PLD, una vez leales, empezaron a cuestionar en voz alta las decisiones autoritarias y la aparente desconexión del exmandatario con las necesidades reales del pueblo. Esta fractura interna evidenciaba una crisis no solo de liderazgo, sino de confianza, haciendo eco de una creciente desilusión entre aquellos que una vez lo vieron como un líder indiscutible.
Por otro lado, los votantes, quienes habían depositado su esperanza y confianza en Medina, se sintieron traicionados al ver que sus promesas de prosperidad y equidad se desvanecían bajo políticas que parecían favorecer solo a un pequeño grupo de allegados y a los intereses de una elite política. El descontento popular se manifestaba en protestas, en las redes sociales y en las urnas, donde la búsqueda de alternativas se hacía cada vez más evidente. El desgaste de la imagen de Medina y su incapacidad para reconectar con la base que lo llevó al poder, reflejaban un cambio irreversible en el panorama político dominicano, donde la voluntad del pueblo ya no estaba dispuesta a ser manejada a merced de un solo hombre.