Por: Lisandro Torres.
Quien con humildad y sencillez escribe, se considera amigo de todos. Soy un joven comunicador que físicamente vive en Santo Domingo, RD., pero que en espíritu pasea cada día junto a la segundera del reloj por el parque de Sabaneta, por sus calles y barrios. En la mañana, tarde y noche, respiro el aire de mi pueblo.
Un grato y reflexivo encuentro con don José (cuento breve)
Allá en la loma, en el vientre de la montaña, donde el clima consiente al café y mima al cacao. Una fresca mañana de febrero en medio del abrigo de la neblina, me encontré a don José.
Un viejo enjuto, de mirada noble y cabellos desteñidos. Que si las secas arrugas de su piel, cada una contara un día, pareciera que había vivido mil años. Dueño de una sonrisa que desafiaba las inclemencias del tiempo abriéndose camino por los oblicuos y longevos trillos de sus mejillas, que estiraba las finas líneas de sus labios dibujando el horizonte. Sin dudas, ese día descubrí a un ser risueño.
—Qué le pasa joven! Me preguntó aquél veterano sobreviviente del destino.
—Perdóneme señor, no me pasa nada. —Quizás la empinada rutina del viaje me atolondró un poco. Respondí.
—Adelante no se apure, está usted en su casa. —Me llamo José.
Amable y gentil, el anciano me invitó a entrar a su rancho. En el interior con él vivían: una tinaja, dos sillas y una mesa coja; tres piedras eran la base de una paila tiznada, cuyo interior estaba ocupado por un plato, tres cucharas y dos jarros sumidos.
Los rayos del sol de media mañana se escabullían entre las brechas de las tablas de palmas. Y con los años, al agónico techo que cobijaba su moribunda casita, le habían salido canas.
—Excúseme don José— Mi nombre es René. —Usted me ha impresionado.
Sonriente y cortés, sin ponerme mucho asunto me mandó a sentar.
—Cómo una persona a su edad vive aquí solo, aparentemente feliz y con esa sonrisa intermitente que enciende a cada segundo. —Ah don! —No vaya a pensar que soy mal educado por no presentarme primero! —Usted me dejó pasmado. Le adelanté antes de que respondiera.
—No te preocupes hijo, te comprendo. —Pero aunque por aquí no tenga vecinos, no significa que vivo solo. —Y si, en algo tienes toda la razón, a mis 93 años soy muy feliz.
Al término de su aclaración, la cual no logré entender, me ofreció una silla como queriéndome decir: «ya es hora de que te sientes».
—Que te trae por aquí muchacho. Curioso me abordó
—Soy de los que andan censando las viviendas. —Esta era la última casa que me faltaba visitar. Le informé mostrándole el carné.
—Ya veo que eres una persona responsable. Gesticuló levantando el brazo derecho y apretando el puño.
—Por qué don José?
—Claro, desde el primer censo cuando los americanos en el 20, por aquí no había vuelto nadie a censar.
—Casi me viro para atrás al escucharlo.
—Explíqueme eso.
—sí, los anteriores siempre se devolvían de El Vallecito. Afirmó
Poblado que está a dos kilómetros antes de llegar a «El Coquí», paraje donde el solitario provecto vivía.
—Es una pena que haya sido así. —Las cosas hay que hacerlas bien o no comprometerse. —Estoy en esto porque necesito unos pesitos para comprar unos libros que preciso en la universidad— Además es una forma de servir a mi patria.
—Que bueno que pienses así muchacho, no te dañes. Me aconsejó.
—Aquí no hay mucho que anotar, pero antes de que empieces con tus preguntas, vamos a pelar una yuquita porque pica la jibara hambre. —Son las once de la mañana, y hay que echarle algo a la tinaja. Exclamó don José seguido de un largo bostezo.
Terco, no permitió que le ayudara, se sentó en sus talones y procedió a pelar la yuca.
No tardó en describirme sus anécdotas. Capituló todas las peleas de gallos en las que participó. Narró con lujos de detalles sus amores, los correspondidos y los rechazados. Los diferentes oficios que desempeñó durante la juventud, desde carpintero hasta mecánico. No pasó por alto los pueblos en los que vivió, ni la gente con las que se juntó, a todos los recordaba con alegría.
—Ya en unos minutos devoraremos esa yuquita de El Vallecito, que tan rápido se ablanda. Saboreó —Lástima que a estas comunidades, donde se da ‘toó, ni por sorpresa vienen las autoridades. Triste expresó.
—Estoy de acuerdo con usted don José. —Los moradores de El vallecito me estuvieron comentando acerca del mal estado de los caminos que conducen al pueblo de Sabaneta. —Y no hablan por hablar, estoy molido por el trayecto. —Se quejan de que las asociaciones comunitarias no funcionan —Dicen que los productores de esta zona no cuentan con financiamiento ni asesoría. —Y que la juventud está olvidada.
—Cierto René, sólo nos recuerdan en época de elecciones.
Luego de un minuto de silencio, después de concluir con el doloroso tema, retomamos la conversación.
—Viste por qué no vivo solo. Me recordó.
—Por qué Don José?
—Porque viví, gocé, me enamoré. —Hasta mis tragos tomé, pero nunca dañé a nadie. —Esa satisfacción tengo, y hoy me hago acompañar de mis gratos recuerdos.
«Vive sin dañar al prójimo, para que luego, aunque estés rodeado de muchas personas, no te sientas solo»
Continuará.
La literatura sabanetera sigue incrementandose, en calidad y cantidad. Adelante Lisandro en tu nueva faceta.
Gracias hermano. Usted sabe que soy de los del «Taller Literario Josian Espinal.